El hombre que lee (por Leila Guerriero, Babelia)

Que es chileno, que nació en 1975, que es poeta, que es narrador, que en 2010 fue elegido por la revista británica Granta como uno de los veintidós mejores escritores en lengua española de menos de treinta y cinco años, que este mes publicó su tercera novela, Formas de volver a casa, en la editorial Anagrama, donde salieron también sus dos primeras, Bonsái y La vida privada de los árboles. Que Bonsái -cuarenta páginas en formato Word que devinieron, publicadas, en noventa y cuatro- fue traducida al francés, inglés, italiano, portugués, neerlandés, serbio, griego, turco, hebreo y coreano. Que es licenciado en Literatura Hispánica, magíster en Filología y profesor en la Universidad Diego Portales, de Chile. Todas esas cosas se saben de Alejandro Zambra. Estas otras se saben un poco menos: que, puesto a elegir, y si tuviera dieciocho, estudiaría japonés y no literatura; que es vegetariano teórico ya que casi lo único que come es carne; que padece migrañas desde pequeño; que, mientras estudiaba en la universidad, no pensó ni una sola vez en ser escritor porque lo que quería, realmente, era leer.

La casa, en el barrio de La Reina, en Santiago de Chile, está helada. La estufa flamea en su grado mínimo para evitar que el gas, a punto de acabarse, se acabe.

-De hecho, te estaba esperando para encenderla, así nos dura.

Es noche afuera y adentro hay dos gatas, un teclado, la estufa, una biblioteca. Alejandro Zambra fuma, bebe una taza de té, dice que en 1998 se topó con una foto de la instalación de un artista plástico en la que se veían árboles envueltos.

-Eso me disgustó mucho, porque en teoría defiendo la naturaleza y soy súper ecologista y vegetariano.

-Pero hay dos bifes enormes descongelándose en tu cocina.

-Por eso: en teoría. Respeto mucho a los vegetarianos, aunque no hago más que comer carne. De hecho, pensaba que podemos ir a comer juntos después de esta entrevista. Hay un sitio aquí cerca. Y sólo sirven carne.

La anécdota de los árboles envueltos explica el germen de Bonsái, pero ahora la conversación deriva hacia otras cosas -carne, sitios donde la preparan bien- y quizás entonces lo mejor sería empezar por el principio.

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Había una madre, había una hermana mayor, había un padre que se dedicaba a cuestiones relacionadas con la computación, y había este chico que encontró el gusto por la lectura desde pequeño, y por la escritura también desde pequeño.

-Una vez escribí un poema, Fiestas patrias, o algo así. Tenía nueve, diez años. Un día me cambié de colegio. Pasó el tiempo y fui de visita al anterior. Mi antiguo maestro me hizo entrar a la clase donde había cuarenta y cinco pendejos y les dijo: “Miren quién ha venido. Él es Alejandro Zambra. Ustedes saben muy bien quién es Alejandro Zambra. Pónganse de pie”. Se pusieron de pie y empezaron a recitar el poema mío, que él había decidido enseñarles. Fue muy heavy.

-¿Recordás el poema?
-No, no me lo acuerdo.

Pausa pequeña. Y una sonrisa.

-Sí me lo acuerdo. Pero jamás te lo diría.

A los 13 años ingresó al Instituto Nacional, donde fue buen alumno -“una pena, porque queda mejor decir que fuiste pésimo”-, y se hizo lector voraz.

-Tenía claro que quería estudiar Literatura. Quería leer, y estudiar Literatura me parecía casi una estrategia para poder seguir leyendo.

A los 21 se fue de casa de sus padres y consiguió trabajo como operador telefónico de la compañía Axxa Assistance, que ofrece servicios a empresas que, a su vez, ofrecen asistencia en viajes.

-Atendía el turno de noche, así que aprovechaba para leer. También fui profesor en colegios de niños-problema. Una vez entré a la sala y encontré a un alumno saltando arriba de la mesa del profesor y le dije “¿Qué estás haciendo?”. Seguía saltando y gritaba: “¡Es que soy tímido, es que soy tímido!”. Lo pasaba como las huevas.

En 1998, Ediciones Stratis publicó su primer libro de poemas, Bahía Inútil. Pasó 2001 y 2002 en España, haciendo un máster, y, al regresar, todavía rodeado por las cajas de la mudanza, escribió treinta y siete páginas de versos engarzados en métrica de inspiración lujosa: “Me dijeron que avisara treinta días / antes me dijeron que avisara treinta / veces al menos me dijeron que al /menos avisara treinta veces y que / en días como estos no se debe / -no se puede- trabajar. (…)”. El poema se llamó Mudanza, fue publicado por Quid Ediciones en 2003, y es el responsable de que se lo empezara a mencionar como uno de los mejores poetas de ese país de poetas. Siguió, a eso, su vida como crítico.

Apenas empezado el siglo nuevo, Zambra era un profesor, un poeta, un lector, y alguien que necesitaba trabajar. Cuando supo que en el periódico popular Las últimas noticias buscaban un crítico literario, se ofreció. Así fue cómo, durante tres años, reseñó libros en una sección llamada Hoja por hoja donde, por ejemplo, y acerca del chileno Hernán Rivera Letelier, escribió: “La obra de Rivera demuestra que la moralina, el engolosinamiento argumental y una inmoderada dosis de pintoresquismo sólo sirven para camuflar inepcias narrativas de marca mayor”.

-Algunos llamaban furiosos. Amenazaban con golpes, incluso.

Más tarde publicó reseñas en El Mercurio, La Tercera, Letras Libres. Muchas fueron recogidas en No leer (Ediciones Universidad Diego Portales, 2010), un libro en el que, entre textos sobre Natalia Ginzburg, Kafka, Roberto Bolaño, Nicanor Parra, hay uno, Árboles cerrados, donde cuenta la historia de la novela que lo transformó en uno de los escritores más notorios de su país y de Latinoamérica: Bonsái. “(…) hace nueve años, una mañana de 1998 -se lee en Árboles cerrados-, encontré, en el diario, la fotografía de un árbol cubierto por una tela transparente. La imagen pertenecía a la serie Wrapped Trees, de Christo & Jeanne-Claude (…) Y luego di con los bonsáis, tan parecidos, en un sentido, a los árboles de Christo & Jeanne-Claude (…) Escribir es como cuidar un bonsái, pensé entonces, pienso ahora: escribir es podar el ramaje hasta hacer visible una forma que ya estaba allí, agazapada (…)”.

-Me gustaba esa imagen y empecé a mirar manuales de bonsái. Quería escribir un libro de poesía con ese lenguaje. Me fui desplazando hacia la narrativa y escribí un relato corto donde sucedía más o menos lo que sucede en Bonsái.

Así llegó a esa historia -un hombre enamorado de una mujer, una mujer que se suicida, un hombre que reescribe la novela de otro hombre, un hombre que cuida un bonsái- tallada con un estilo seco, impávido desde la primera frase: “Al final ella muere y él se queda solo (…)”.

-La mandé a varias editoriales grandes, y en una no me contestaron, en otra me la rechazaron. Al final se me ocurrió mandarla a Anagrama. Por si acaso.

Anagrama publicó el libro -que resultó premio de la Crítica 2006 en Chile- y, apenas un año después, hizo lo propio con su segunda novela, La vida privada de los árboles.

– – –

Afuera es alta noche y llueve un agua insidiosa. En una o dos horas más, Zambra va a estar comiendo carne en el área de fumadores de un restaurante al que va siempre, pero ahora dice que está aprendiendo a hablar de su nueva novela y que todavía no sabe bien cómo. Formas de volver a casa, que acaba de publicar Anagrama, transcurre en Chile en los años ochenta, durante la dictadura de Pinochet, y cuenta la historia de un niño a quien una niña le encarga la tarea de espiar a un hombre e informarla de sus movimientos. El niño acepta, aunque no entiende cuál es el motivo de esa vigilancia. Veinte años más tarde ambos se reencuentran y las piezas del puzle empiezan a encajar. La novela se organiza en torno a dos partes fundamentales -‘La literatura de los padres’ y ‘La literatura de los hijos’- y devela su propia construcción a través de un diario que lleva el narrador.

-Mi generación está en alguna medida enferma de nostalgia y esa nostalgia es a veces bien vacía. Uno se encuentra con gente que organiza asados para recordar un tiempo como si ese tiempo hubiera sido bueno y lo hubiéramos pasado bien.

“En cuanto a Pinochet, para mí era un personaje de la televisión que conducía un programa sin horario fijo, y lo odiaba por eso, por las aburridas cadenas nacionales que interrumpían la programación en las mejores partes. Tiempo después lo odié por hijo de puta, por asesino, pero entonces lo odiaba solamente por esos intempestivos shows que mi papá miraba sin decir palabra (…)”. Una novela en la que ser hijo no fuera una excusa. Una novela en la que ser padre no fuera una excusa.

-No sé si lo logré, pero lo que quería era escribir una novela en la que nadie fuera inocente.

-¿Y ahora qué sos, en mayor medida: crítico, lector, narrador, poeta?

-O sea, lo que más soy… O sea… Ahora soy alguien que hace muchísimo rato necesita ir al baño. Discúlpame.

(Después, el restaurante, el vino, la carne, los cigarros).

Publicado en “Babelia”, del diario El País, 28 de mayo de 2011. Tomado de acá.


Dice Alejandro Zambra (por Leila Guerriero, revista Paula)

QUE NACIÓ EN SANTIAGO. Que, cuando tenía dos meses se fueron a Valparaíso y luego a Villa Alemana, con su papá, pionero de la computación, y su mamá, por entonces dueña de casa, y su hermana mayor, Ingrid. Que sus primeros recuerdos son de allí, de Villa Alemana: una casa grande, arrendada, donde había un piano ajeno en el que intentó, muchas veces, colar los dedos por debajo de la tapa para probar el sonido: para saber cómo sonaba. Que escribió su primer poema a los ocho años.
QUE, AUNQUE EN SU CASA NO HABÍA LIBROS, ÉL LEÍA: que su padre juró que nunca faltaría dinero para libros. Que tocaba la guitarra. Que era un buen guitarrista a los diez años. Que ahora toca la guitarra como un niño de diez años. Que en el Instituto Nacional se volvió un lector voraz. Que compraba libros en San Diego y los leía en los bancos del paseo Bulnes, en los que pasó mañanas perfectas con, por ejemplo, Obra gruesa, de Nicanor Parra, entre las manos. Que siempre fue sociable, aunque callado, y que los sentimientos que predominaban en su adolescencia eran la incertidumbre, la alegría y la curiosidad. Que todavía hoy le parece abrumadora la inocencia a toda prueba que arrastraba —que arrastrábamos, dice—, por entonces. Que trabajó desde los quince como junior. Que su familia tomó mal la noticia de que iba a estudiar Literatura, porque estudiar Literatura parecía un desperdicio. Que estudió Literatura para leer, para ser profesor, pero no para escribir. Que no quiso, no quería ser escritor.

QUE SI AHORA TUVIERA DIECIOCHO ESTUDIARÍA JAPONÉS Y NO LITERATURA. Que siempre —antes, ahora— quiso ser rockero. Que hizo una presentación con una banda, Ariadna y los Cautiverianos, en un recital de Álvaro Scaramelli. Que el público los recibió con calidez pero que cree que eso se debió, probablemente, a que la vocalista, su polola, aquella noche se veía preciosa. Que fue cartero, que fue bibliotecario, que fue telefonista, que corrigió textos ajenos. Que estudió Filología en Madrid y que no le gustó Madrid, pero que ahora se da cuenta de que entonces le echaba la culpa —a Madrid— de cosas de las que él era el único culpable —de las que yo era estricto culpable— dice.

QUE, DE REGRESO, EN CHILE, RODEADO DE CAJAS TODAVÍA, APARECIÓ MUDANZA, SU POEMA. Que lo escribió en una semana, que corrigió muy poco, casi nada. Que fue como una ráfaga. Que le teme enormemente a la ceguera. Que, antes de perder los ojos, preferiría perder las piernas, los dos brazos. Que padece migrañas y colon irritable, y que esas cosas le enseñaron lo de siempre: que todo puede estropearse de pronto, sin motivos. Que en LUN aprendió mucho, casi todo. A escribir —si es que he aprendido, dice—, a bajar el moño, a tirar piedras, también a recibirlas. Que el acto de escribir le gusta menos que leer.
QUE LLEVA UN DIARIO PARA NO RESPONSABILIZAR A LOS DEMÁS DE LAS COSAS QUE LE PASAN. Que, si fuera presidente, obligaría a todo el mundo a hacer lo mismo: llevar un diario, nunca publicarlo. Que en la lectura busca salud: salud. Que no sabe cómo, ni cuándo, escribió la primera frase de Bonsái —“Al final ella muere y él se queda solo (…)”—, y que no supo que le gustaba hasta mucho —mucho— tiempo después. Que pensó que Bonsái jamás sería la película hasta que vio Ilusiones ópticas, de Cristián Jiménez, y que entonces Cristián Jiménez le pareció la persona indicada para convertir a Bonsái en la película. Que no piensa meterse en el guión. Que ya sabe qué dirá cuando se estrene: que la película es mucho mejor que la novela. Que a veces, en los viajes de trabajo, por efecto del alcohol, se pone alegre, y canta. Que eso le parece realmente vergonzoso. Que fuma. Que le gusta fumar en las escalinatas de la Biblioteca Nacional. Que para escribir no sirve pensar que ya se ha escrito: que siempre se escribe por primera vez. Que lo peor de escribir es volverse impenetrable —estar ahí, pero no estar— y la ansiedad, y la resaca. Que si hay un libro al que regresa buscando imágenes, palabras, ritmo, tono, ese libro es Cómo es, de Samuel Beckett. Que si hubiera, en lo que escribe, algo de Péter Esterházy, o un dos por ciento de Cómo es, su felicidad sería completa. Que escribir no es buscar un estilo sino obedecer a una tensión, a un deseo incontrolable.
QUE LE DA MIEDO LO QUE VENDRÁ. —Pero te aseguro —dice— que cuando te digo esto no estoy pensando en la literatura—.

Publicado en revista Paula, 27/11/2009. Tomado de aquí.